Un sommelier arriba de la ola

Marcelo Pino fue elegido mejor sommelier de Chile, viaja para degustar los vinos más exclusivos del mundo y comparte con la elite de las viñas. Para un hombre en esa posición, sus orígenes son improbables. Vivió en una casa sin servicios básicos y vendió confites en la playa. Luego fue salvavidas, repartidor de pizzas y hasta colectivero para pagar sus estudios. Fuimos hasta Pichilemu para conocer el camino que llevó a este surfista aficionado a las alturas de la industria vitivinícola nacional. 

El mar entra en la playa de Punta de Lobos con la serena monotonía del oleaje. Mientras saca su tabla de la camioneta, Marcelo Pino (31) observa el horizonte despejado y recuerda una ola. Calcula que tenía cerca de siete metros de altura. Cuando reventó encima de su cabeza, lo arrastró al fondo. La precaria tabla que tenía entonces se partió por la mitad, pero Pino sólo se llevó el susto. “A mí nadie me enseñó a surfear. No tenía un padre que me comprara las cosas”, comenta. Desde que tiene memoria, admira la habilidad que los surfistas demostraban dentro de los tubos. En esos tiempos vendía palmeras, cuchuflís y otros dulces, pero a ellos les fiaba, sabiendo que nunca le pagarían. Soñaba ser como ellos y viajar por el mundo persiguiendo olas.

Después de ponerse el traje de neopreno, Pino baja hasta la orilla y se arroja al mar. Apoya el abdomen sobre la tabla y comienza a nadar a contracorriente. Una vez que se adentra lo suficiente, se olvida de todo. Más adelante explicará que ve la vida como algo muy parecido al surf: hay que estar en el lugar adecuado y en el instante preciso para subirse a la ola. Una vez arriba, hay que mantener el equilibrio y dejarse llevar.

Aunque no ha sido una buena mañana para el surf, Pino aprovecha su oportunidad y está arriba de la ola. Viaja seguido, tiene su propio auto, un departamento en Santiago y un terreno en Pichilemu en el que construirá cabañas para turistas. Cuando abre la maleta de su 4×4 para guardar la tabla, los rayos del sol iluminan una caja que contiene la explicación de su éxito. Adentro reposan algunas de las botellas de vino más caras del país, pero será él quien juzgue si el contenido le hace justicia a su precio.

El llamado que cambió la vida de Amalia Piña, de 50 años, llegó cerca de las dos de la mañana del 7 de octubre de 2011. Algunas horas antes, mientras caminaba por el centro de Pichilemu, su hijo mayor le había contado que estaba entre los tres finalistas del concurso de mejor sommelier de Chile. “Vas a ganar”, le dijo convencida, recordando aquellas interminables noches de estudio en las cuales le llevaba termos de café. Apenas contestó el teléfono, supo que había acertado. “Sabía que era algo grande. Hoy, Marcelo tiene buena situación y eso nos ayuda a todos”, cuenta orgullosa.

Esa noche, Marcelo Pino se dio a conocer en el exclusivo ambiente del vino. Después de degustar, reconocer y recomendar vinos al jurado, sacudió sus puños en el aire al ser anunciado como ganador por sobre Héctor Riquelme, un experto con varios años más de experiencia. Antes de ese triunfo, sólo sus profesores en la Escuela de Sommeliers de Chile habían percibido que tenía una determinación especial, desde que lo vieron ingresar allí en 2007. Uno de ellos, el master sommelier Héctor Vergara, le entregó esa noche el diploma que lo certificaba como el mejor del país. Pino le respondió con un abrazo apretado. “Es mi mentor. Tenemos una relación muy especial. Apenas me titulé en 2009, me puse a estudiar con él para ser el mejor”, dice.

Si bien el apoyo de Vergara fue importante, más relevante han sido las puertas que le han abierto a Pino en el extranjero. Gracias a su recomendación y al financiamiento de su empleador, la viña Casa Silva -donde es su único “embajador”, el hombre que va a eventos y viaja al extranjero para promocionar sus mostos-, viajó a Toronto a principios de 2011. Allí estudió con Gilberto Bojaca, otro experto sommelier. Pino tenía 29 años y era primera vez que se subía a un avión.

Como Canadá es un país netamente importador, cataba vinos de diferentes partes del mundo. Fue así como degustó casi 80 cosechas de Chateau Latour, uno de los cinco vinos emblemáticos de la región de Bordeaux, en Francia. Algunas botellas valían más de 10 mil dólares. Asegura que al momento de descorcharlas sintió un escalofrío. Sólo por esa vez se olvidó de escupir y se bebió hasta la última gota de cada copa. La experiencia obtenida en el viaje fue fundamental para ganar el concurso en Chile.

Al día siguiente de obtener ese logro, le arreció un vacío que ya le era familiar. Lo había sentido antes, cuando se había titulado. Necesitaba trabajar por un objetivo para mantenerse motivado. Se propuso seguir estudiando para representar a Chile en el Panamericano y el Mundial, y además retomó la idea de publicar su proyecto de tesis: una guía de aguas. “Soy un amante del agua en todo sentido. Ahora voy por la cuarta guía. No se había hecho algo parecido en Chile”, cuenta.

En 2012 se planteó como meta una pasantía con el mejor sommelier del mundo, el francoinglés Gerard Basset. Por medio de Vergara consiguió una respuesta positiva y gracias a la agrupación Wines of Chile y la Municipalidad de Pichilemu pagó los 20 mil dólares que costaba la estadía. Estuvo seis meses en Southampton, trabajando en el Hotel Terra Vina. Estudiaba entre las 8 y 17 horas y luego atendía a la clientela. Un par de veces por semana se reunía con Basset para catar vinos y someterse a su examen. Regresó a Chile en agosto de 2012 y posteriormente fue 8° en el Panamericano y 26° en el Mundial. El próximo objetivo es defender su cetro de mejor del país en el concurso de 2014. Sabe que no puede dejarse estar, que entró en un círculo cerrado al cual pocas personas de su origen tienen acceso.

-Si no tienes apellido, la única forma de entrar a ese mundo es través del trabajo. Ahora me codeo con la gente más rica de este país, del Presidente para abajo. El concurso me cambió la vida radicalmente.

Después de un breve silencio, agrega una frase que refleja un temor.

-No quiero pensar en el lugar que estaba hace tres años.

La camioneta de Pino se detiene al frente de una casa azul y blanca del cerro La Cruz, en Pichilemu. Cuando Pino se baja del auto, lo recibe su perro, Baco, nombre dado en honor al dios romano del vino. Adentro están Amalia, su madre; Angélica, la única mujer entre sus seis hermanos, y su hijo, Matías (9), con cuya madre, Pía Silva, todavía pololea. Hace 20 años, la casa no tenía luz y el agua potable había que ir a buscarla en bidones.

-Nunca nos ha faltado una taza de té en la mesa. Llevo 12 años separada, con siete hijos, pero salimos todos adelante. La mayoría ha estudiado o están estudiando- cuenta Amalia, quien hasta hace poco se desempeñaba como asesora del hogar.

Como hermano mayor, Pino debía colaborar en la casa y dar el ejemplo, porque su padre -trabajador forestal, dedicado a la tala de bosques- desaparecía por largos períodos. Luego de la separación de la madre, no lo vieron más.

El acercamiento de Marcelo a la cocina se dio naturalmente, ayudando a su madre a hacer pan amasado y cocinando para la familia cuando ella enfermaba. Vendió confites en la playa hasta los 14 años, para después trabajar como garzón. Tras salir del Liceo Agustín Ross tuvo que optar entre dedicarse de lleno al surf o estudiar. Finalmente, decidió entrar a Gastronomía en el instituto Diego Portales de Santiago. “El surf no era rentable. Son muy pocos los que ganan y yo no era de los mejores”, reconoce.

Durante los veranos, volvía a casa para surfear y trabajar como salvavidas. Todos los días se paseaba por la arena con una chaqueta naranja. “Una pega muy mal pagada y con mucha responsabilidad”, recuerda.

Durante el resto del año, en Santiago -una ciudad que entonces le daba miedo- trabajaba como repartidor de pizzas para pagar sus estudios y solventar los gastos de Matías. Cuando finalmente se tituló, se puso a trabajar como cocinero en el hotel Ritz Carlton, pero después de seis años se cansó de ganar el sueldo mínimo. Tuvo que decidir entre complementar sus estudios de cocina como sommelier o poner un negocio de sushi en Rancagua. Optó por lo primero y no se arrepiente. Para juntar la plata necesaria, manejó un colectivo por seis meses. Fue su último trabajo antes de dedicarse de lleno al vino.

Gracias al vino, hoy maneja sus horarios, cata para la revista CAV (Club de Amigos del Vino), hace clases en la Escuela de Sommeliers, prepara su próxima guía de aguas y estudia para convertirse en el mejor del mundo algún día. Además, le queda tiempo para viajar todos los fines de semana a Pichilemu para ver a su familia y para surfear. “Creo que tengo uno de los trabajos más codiciados del mundo: me pagan por comer y tomar. Si tuviera esta playa en Santiago, sería el hombre más feliz del mundo”, asegura.

Al rato, Pino se marcha a dar un paseo con Matías, quien está haciendo sus primeras armas en el surf. Amalia lamenta que su hijo no pase tanto tiempo en su casa cuando visita Pichilemu, pero está acostumbrada desde siempre a que se pase el día en la playa. Para recordarlo tiene un tesoro escondido: una botella de Domus Aurea que unas visitas de Pino le regalaron hace algún tiempo. Espera que algún día habrá algún evento tan importante que amerite su descorche.